martes, 4 de noviembre de 2008

la sombra del viento


Si quiere usted, yo podría leer para usted.

-Gracias, Daniel -repuso ella-. Me encantaría.

-Cuando usted quiera.Asintió lentamente, buscándome con su sonrisa.

-Lamentablemente, no conservo aquel ejemplar de La casa roja -dijo-.

Podría intentar contarte el argumento, pero sería como describir una catedral diciendo que es un montón de piedras que acaban en punta.

-Estoy seguro de que usted lo contaría mucho mejor que eso –murmuré-.

Las mujeres tienen un instinto infalible para saber cuándo un hombre se ha enamorado de ellas perdidamente, especialmente si el varón en cuestión es tonto de capirote y menor de edad. Yo cumplía todos los requisitos para que Clara Barceló me enviase de paseo, pero preferí creer que su condición de invidente me garantizaba cierto margen de seguridad y que mi crimen, mi total y patética devoción por una mujer que me doblaba en edad, inteligencia y estatura, permanecería en la sombra. Me preguntaba qué podía ella ver en mí como para ofrecerme su amistad, sino acaso un pálido reflejo de ella misma, un eco de soledad y pérdida. En mis sueños de colegial siempre seríamos dos fugitivos cabalgando a lomos de un libro, dispuestos a escaparse a través de mundos de ficción y sueños de segunda mano.

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