Biografía de Pierre Bayard:
Reconozcámoslo: el título de este libro llama la atención poderosamente. Si, además, lo abrimos y descubrimos que se abre con la siguiente cita de Oscar Wilde: «Jamás leo los libros que debo criticar, para no sufrir su influencia», la impresión de que debe ser un ensayo singular se afianza. Pierre Bayard juega con nosotros, desde luego, al lanzar con maliciosa intención estos huesos: está claro que busca el desafío intelectual, la provocación más evidente. No obstante, una vez leído el libro podemos observar que su propósito es muy otro, si bien bastante más común de lo que podría parecer.
Elogios de la lectura se han realizado por doquier: multitud de eruditos e intelectuales han alabado las virtudes de los libros y defendido la necesidad de leer como un elemento indispensable de formación. Bayard juega con el lector proponiéndole, en apariencia, lo contrario: una exaltación de la cultura y de la inteligencia mediante la no-lectura. Por supuesto, y como decíamos más arriba, esta tesis no pasa de una provocación ingeniosa, si bien es cierto que el autor la desarrolla con una habilidad impresionante. En esencia, lo que Bayard expone es que alguien culto, alguien a quien se le suponen unas lecturas canónicas a las que no puede sustraerse, no tiene porqué haber pasado por ellas; si es un lector despierto, un observador sagaz, puede formarse una idea más que cabal del contenido de los libros y, sobre todo, de su posición dentro de lo que él denomina la biblioteca colectiva: el conjunto de «libros determinantes sobre los cuales descansa cierta cultura en un momento dado».
Así, lo importante sería ubicar un libro dentro de un grupo mucho mayor, situarlo en unas coordenadas intelectuales que nos permitieran ponerlo en relación con el resto y “adivinar”, por tanto, cuál es su contenido. Porque otra de las tesis importantes del autor es que un libro no siempre se interpreta de la misma manera, sino que cada cual hace de él una lectura diferente (idea que entronca con la estética de la recepción estructuralista); a esa representación individual o colectiva que media entre el lector y el libro la llama Bayard libro interior. Dado que ese libro interior es una interpretación personal y que nos conforma íntimamente, se torna incomunicable y, por lo tanto, cada persona lleva dentro de sí un libro diferente, una lectura diferente, aunque el soporte físico que transporta el mensaje sea el mismo para todos. Esas distintas visiones permiten que alguien que conozca bien el universo literario (y hay que entender aquí que Bayard apuesta por un conocimiento más académico que intuitivo) hable con propiedad de un libro, aunque no lo haya leído y se haya limitado a hojearlo, a estudiarlo o, simplemente, haya escuchado o leído lo que otros opinan de él.
Ya hacia el final del libro el autor se descuelga con otra idea fundamental de su exposición: aceptando que su discurso ha rozado la provocación —si es que no lo ha sido directamente—, Bayard confiesa que su ensayo se dirige contra esa cultura monolítica que no acepta al que no lee, que instaura unas barreras infranqueables y que establece unas reglas escrupulosas para definir el concepto de “lector”. Para el autor, lo principal es que la lectura es un acto de creación en sí mismo, una actividad artística per se, como bien ilustra con un último ejemplo, de nuevo de Wilde. El hecho de que alguien no haya leído (entendiendo esto de forma literal) un libro no significa que no esté en situación de exponer una opinión al respecto, incluso de proporcionar una interpretación que, por qué no, puede ser tanto o más ilustrativa que la de un erudito en el texto.
Como lector en constante proceso de aprendizaje, creo que este libro corrobora esa intuición que muchos habrán tenido alguna vez: la de plantearse una opinión precisa sobre un texto y desecharla por “poco académica”. Bayard enjuicia eso y otorga al lector la capacidad no sólo de opinar, sino de crear y elaborar (o re-elaborar), liberándolo de los prejuicios academicistas más corrientes. Bien es verdad que el autor, como profesor que es, tiende más a esa valoración del conocimiento cultural clásico, el cual permite situar al libro dentro de un contexto muy específico (corrientes, influencias, lenguajes, estilos, etc.), pero también tiene la valentía de sustraer parte de su valor a esa crítica puntillosa y academicista. De igual modo, el texto legitima la posibilidad de rechazar un libro sin haberlo leído, puesto que, si tenemos los conocimientos pertinentes sobre su contexto (autor, tipo de literatura o lecturas previas), nos podemos aventurar a suponer lo que nos espera y, por lo tanto, a rechazarlo si no lo consideramos sugestivo o relevante.
Aunque repleto de tesis conocidas, “Cómo hablar de los libros que no se han leído” tiene una frescura desenvuelta que invita a la reflexión constante. Repleto de ideas sagaces e inteligentes, es una lectura imprescindible para liberarnos de algún que otro prejuicio o, simplemente, para refrescarnos la memoria y recordar que leer es un acto, ante todo, de diversión creadora.
jueves, 22 de enero de 2009
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